¡Vaya pillada! Y como niños que han hecho una pifia, pretenden refugiarse en un escondite. Adán y Eva se ocultan ante la mirada del Creador.
Deja constancia el Génesis que tal ocultamiento a los ojos divinos es imposible. Ya lo decía el antiguo catecismo (cuando aprendíamos en serio las cosas y se nos quedaban en la memoria aunque no las entendiéramos): «Dios lo ve todo, lo pasado, lo presente y lo futuro, y hasta los más ocultos pensamientos». Nuestros primeros padres no lo sabían, así que lo descubrieron sobre la marcha. La culpabilidad los avergüenza y pretenden esconderla de la luz del Sol.
Y en ese diálogo entre el Creador y la criatura que ha sido pillada en su desobediencia, aparecen realidades que abarcan la historia completa de la humanidad.
La primera de todas: el origen del mal en el mundo. El pecado no forma parte del plan de Dios, sino que lo desconfigura, lo deforma y lo puede llegar a oscurecer de modo definitivo, con una eterna lejanía de la Luz del Creador. Explicado en términos informáticos, el pecado no forma parte del software de la naturaleza humana: es más bien un virus que provoca errores que van afectando más o menos al software. De igual modo, la luz divina en el hombre no es eliminada por el pecado, sino que es dañada.
La segunda: el pecado original es el fundamento de las rupturas más dolorosas para el hombre. La primera, la ruptura con Dios. Antes del pecado, hablaban cara a cara; ahora, se esconde. Después, la ruptura con sus prójimos: cubren su desnudez el uno del otro. Por último, las dos primeras rupturas son consecuencias de la ruptura más profunda: la interior del corazón, que experimenta el mal, el desorden y, por lo tanto, cosas que esconder ante los demás. Dejamos de ser transparentes porque nos descubrimos vulnerables, con peligro de ser acusados, utilizados, humillados. Salvo que seas un caradura o un mafioso, a nadie le gusta que se aireen sus pecados.
La tercera: el pecado pone el marco adecuado a nuestra existencia como un auténtico destierro. Se traduce en algo que experimentamos con el correr de los años: nunca encontramos la plenitud total completa y definitiva. La plenitud que busca el corazón no la «poseemos de modo estable y eterno», tan sólo experimentamos fogonazos de ello. Esa ausencia de plenitud total constituye el «valle de lágrimas» en que se desarrolla la historia de la humanidad. El destierro nos hace mirar el camino de la vida como una peregrinación a la tierra prometida. Ese destierro del paraíso conlleva el dolor, el sufrimiento y la muerte.
La cuarta: la activación de un plan «B» por parte de Dios. En el mismo inicio de la biblia, aparece ya la promesa de una nueva creación. Eso es lo que sucede con la Concepción inmaculada de Santa María, que aparece en forma de promesa en el Génesis. Ella es la descendencia de la mujer que aplastará la cabeza del diablo. Así se la representa en la imaginería clásica. Hoy que es sábado, honremos a la Virgen y pidámosle que, para sortear el valle de lágrimas de este destierro en que vivimos, nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre.